Viernes, 13 de Septiembre
La ventaja de alojarse en el
albergue de Zamora es que la jornada te ha de cundir obligatoriamente puesto
que a las ocho…. todos “al carrer”. Bueno, todos menos dos ciclistas que
amanecen con las ruedas pinchadas. No sé por qué pero esta escena me resulta
familiar….
Quedo con los amigos franceses en
la Plaza Mayor y repasamos lo hablado la noche anterior. Ellos también van a
tomar el Camino Sanabrés si bien su idea era seguir la ruta tradicional y
desviarse en Granja de Moreruela. En mi caso tenía decidido tomar el atajo por
la N-631 pasado Montamarta y seguir
hasta Santa Marta de Tera. A Jean Baptiste no le parece mala idea ya que seguir
hasta Granja supone alejarse unos 23 kilómetros hacia el este para luego tener
que volver a recuperarlos. Quedamos en ir juntos hasta la bifurcación de la
Nacional
La salida de Zamora es un “deja
vu”. Carretera salpicada de repechos y muchísimo tráfico de camiones. A los
siete kilómetros Henry tiene una “urgencia”, así que paramos en el bar que hay
junto a la piscina municipal, en Roales del Pan. Hace su gestión y se despide
tirándole los tejos a la camarera. Todo un personaje este hombre.
En Montamarta nueva parada, esta
vez en un bar situado a la derecha y algo alejado de la carretera, y que
conocía del año pasado. Llevamos poco más de dieciocho kilómetros pero las
subiditas han evaporado el desayuno. Bocata de tortilla recién hecho y a
continuar.
Reconozco que estoy impaciente
por llegar al cruce y tomar la N-631. En primer lugar porque supone tomar la
variante del Camino Sanabrés que tuve que descartar, a mi pesar, el año
anterior y, en segundo lugar, por alejarme del infernal tráfico de camiones.
Poco después de tomar el desvío
se cruza el embalse de Ricobayo y el paisaje empieza a verdear. La carretera
tiene algo menos de tráfico pero siguen pasando demasiados camiones para mi
gusto, y con el añadido de que ahora no hay arcén donde protegerse. La
explicación a tanto trasiego de camiones son las omnipresentes obras del AVE,
que iban a ser una constante hasta Orense. Camiones arriba y abajo, caminos
cortados y la cicatriz que esta gran obra civil deja en el paisaje.
Nos reagrupamos en Pozuelo de
Tábara y continuamos hacia Tábara. A la una ya estoy junto a la bonita iglesia
románica. Poco después llega Henry y se va directo al estanco a comprar sus
puritos. Jean Baptiste todavía tarda un rato. Parece que no tiene un buen día. Una
vez juntos nos dirigimos a una terraza para tomar un refrigerio y Jean Baptiste
pide una caña, lo que significa que ha decidido dar por finalizada la jornada.
Además, casualmente el establecimiento donde hemos recalado resulta ser un
pequeño hotel familiar así que no se lo piensa dos veces y reserva una
habitación. A mí me parece un poco prematuro parar pero, en pocas palabras,
J.B. me dejó caer que hay saborear los buenos momentos y dejar a un lado las
prisas, y para botón de muestra su accidente cardiovascular.
En ese momento se me representa
la típica imagen del ángel y el demonio dando consejos opuestos: por una parte
las piernas quieren algo más de guerra pero la compañía es muy grata. Insisten
en que me quede y les respondo que de momento vamos a comer juntos y luego ya
decidiré qué hago.
El salón del restaurante está
ocupado casi en su totalidad por operarios de las obras del AVE, señal de que
el menú no debe de estar mal. Y pasó lo que tenía que pasar: primer y segundo
plato, generosamente regado con vino con casera (un gran descubrimiento para
Henry y un crimen para la gaseosa según Jean Baptiste), postre, licor de
hierbas y café acabaron por doblegar mis ansias de continuar. Uno que es
facilón…
A pesar de ser viernes y víspera
de feria en el pueblo (si llego a salir de Sevilla dos días más tarde hubiese
acabado haciendo la Via de la Fiestas) todavía queda alguna habitación libre,
tipo buhardilla. Pequeña pero bien equipada. Poco más de veinte euros lavado de
ropa incluído. Todo un lujo a estas alturas.
Aquella tarde fue la primera vez
que coincidí con Santi, un fornido salmantino que hoy reanudaba la Vía de la
Plata desde Zamora, que había iniciado el fin de semana anterior en Salamanca
de una forma muy bonita: en compañía de su hija de doce años, que quería hacer
una parte del camino. Me contó que la niña tenía el trasero resentido, cosa
normal, pero que no se quejaba. Le decía una y otra vez a su padre que “no
quería fallarle”. Una de esas vivencias que se quedan grabadas para toda la
vida.
Durante la cena me encontré en el
bar del hotel con dos viejos conocidos: los dos alemanes. Pensaba que estarían
más adelantados pero me explicaron que se habían quedado dos días en Salamanca.
Vamos, que no se estaban perdiendo ningún detalle de la ruta.
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