Tradicionalmente el segundo día
es al que más temo. Cuando la mente tiene que hacer horas extras para
explicarle al cuerpo que lo del día anterior no fue una mera excursión
dominguera y que hoy “toca” de nuevo. Aunque esta vez es diferente ya que mis
piernas no tienen resaca al haber recorrido la jornada anterior poco más de
cuarenta kilómetros. Es que lo del empujing sí lo tengo bien entrenado….
Así que tras la sofocante
lección, y baño de realidad consiguiente, de ayer, me monto en la bici sin fijarme
un final de etapa concreto.
Que los primeros 16 kilómetros
sean por asfalto no significa que sean un plácido calentamiento. Nada más salir
de Castilbanco la carretera se pone cuesta arriba y entonces caigo en la cuenta
de la última incidencia de la víspera. El cambio trasero está desajustado y no puedo
engranar los dos últimos piñones, precisamente los más queridos por mí en estas
fechas tan señaladas….
El paisaje de dehesa que
atraviesa la carretera me distrae a ratos de mi cansino pedaleo. Hago una foto
a la entrada de la finca tanta veces mencionada en las revistas del colorín y continuo hasta que una larga y empinada
subida me obliga a echar pie a tierra. Y acabamos de empezar el día….
Después de coronar esta amable subida, la carretera llanea e
incluso desciende durante un kilómetro hasta la entrada a la Finca de El
Berrocal. Poco antes me cruzo con los dos alemanes que están tomando un
tentempié junto a la carretera.
Ya a la entrada de la finca
coincido con los primeros peregrinos y, de este modo, puedo dejar de
fotografiar a la “modelo” habitual.
Todavía me quedo un rato en la
entrada, dando cuenta del plátano diario y contestando llamadas del trabajo.
Menos mal que el chiringuito en el
que trabajo está cerrado por fiestas patronales que si no…Condenados teléfonos
móviles.
Los primeros kilómetros dentro
del parque son en descenso hasta llegar a la caseta de los guardas forestales,
donde aprovecho para reponer agua.
Me voy adentrando en el parque,
disfrutando del paisaje y, en especial, del silencio que lo envuelve, y me voy
mentalizando para la traca final.
Al final de la finca se gira a la
izquierda y la pista forestal se convierte en una estrecha senda. Alcanzo de
nuevo a dúo teutón y ocupo su lugar bajo un gran árbol donde estaban descansando.
Mientras los veo alejarse observo que unos cientos de metros más adelante descabalgan y empiezan a empujar
las bicis con mucha dificultad. Trago saliva y me digo que ya hemos llegado
donde teníamos que llegar.
De la subida al famoso Cerro de
Calvario poco puedo añadir a la gran cantidad de descripciones que se le han
hecho. Simplemente puedo decir que por mucho que se haya leído hay que pasar
por allí para entenderlo. Unos cuantos
pasos y a buscar la sombra de algún árbol, que ya empieza a apretar el calor. Y
así seis, siete, ocho veces…….. en menos de un kilómetro.
Lo que sí tengo grabado a fuego
es un tramo, cuando la senda gira a la izquierda, con mucha piedra suelta en la
que los pies me patinaban cuando intentaba tomar impulso.
Eso sí. Las vistas desde la
cumbre compensa con creces el esfuerzo de trepar por la endiablada ladera.
De lo que se habla menos es del
descenso. Al tener a la vista Almadén de la Plata piensas que ya está todo
hecho y sólo queda una agradable bajada. Y de eso nada. Casi hubiera preferido
que la subida continuara hasta el pueblo. En un principio es muy pronunciada
pero con un piso más o menos practicable. Pero de pronto el camino se convierte
en una torrentera, atestada de piedras, por lo que opto por bajarme de la bici.
Y aquí tuve la única caída, a cámara
lenta y sin consecuencias, de toda la travesía. Pisé en falso una piedra
y el peso de la bici hizo el resto, pudiendo apoyar los manos en el manillar y
la alforja izquierda, obligándome a hacer una involuntaria abdominal como hacía
años que no hacía.
Tras el pequeño susto, bajo con
más precaución si cabe y como colofón me encuentro una grieta en el camino,
justo antes de llegar a una pista de cemento, que me obliga a pasar la bici a
pulso.
Una vez ya en Almadén me rodea un
grupo de niños, como si fuera Gandalf llegando a Villa Bolsón, y el portavoz de
éstos, el que lleva el balón de fútbol (hay cosas que no cambian….), me
pregunta si busco el albergue. Le digo que lo que busco, para variar, es un bar
que tenga terraza a la sombra, que ya es mediodía y digo yo que me he ganado el
derecho a tomar un refrigerio.
Siguiendo las indicaciones del
chaval llego a un bar que no dispone de terraza pero sí de un coqueto patio
andaluz. Pido un par de raciones acompañado de tintos de verano, que iba a ser
el mejor remedio que encontré durante muchos días para combatir la “caló”.
Advertencia: la siguiente fotografía puede herir la sensibilidad de los
amantes de la vida sana, por lo que pido disculpas de antemano, pero es que no dispongo de otra….
La sobremesa la paso bajo la poca
sombra que encuentro junto a la iglesia, a la espera de que vayan pasando las
horas de más sol, mientras consulta en la guía lo que me espera. Lo cierto es
que voy progresando adecuadamente ya que a mediodía de hoy he completado 8
kilómetros más que ayer y con más subidas. Si es que el que no se consuela es
porque no quiere…….
Descarto seguir por camino hasta
El Real de la Jara ya que, por lo que he leído, hay un tramo de subida que no tiene nada que envidiarle
a la del Calvario. Y con el sol de justicia que cae menos aún. Un poco antes de
las cinco, me armo de valor, y me pongo en marcha escogiendo la opción del
asfalto, que según un vecino es una carretera de sube-baja que, una vez
descodificada la información, consiste en una bonita ruta de 15 kilómetros, con
poco tráfico, de sube-sube y con algún descenso.
Y entre que no puedo utilizar los
desarrollos de “alta montaña” y que el calor no da tregua, me veo obligado a hacer
varios descansillos, en búsqueda de la
preciada sombra a la izquierda de la carretera, necesitando dos horas para hacer
este relativamente corto trayecto.
Llego pasadas las seis y media a
El Real de la Jara y, tras cavilar unos minutos, decido que es preferible
terminar aquí el día. Lo suyo hubiera sido continuar hasta Monesterio, donde
hay una tienda de bicicletas con fama de dar buen servicio a los bicigrinos,
pero ello implicaba llegar a las tantas, a riesgo de encontrar el taller cerrado
y tener que esperar hasta el día siguiente. Del mismo modo que no amanece más
temprano por mucho que madrugues, avanzar 20 kilómetros más no me garantizaba
ganar tiempo a la mañana siguiente y tiempo, de momento, me sobra.
Me alojo en un albergue privado,
por el mismo precio que el municipal, regentado por un joven matrimonio. La
propietaria me enseña las instalaciones y me indica qué literas hay
disponibles. Me lamento en voz alta de que no haya ninguna en “planta baja” y entonces,
se queda unos segundos pensativa, y me
dice que lo puede “arreglar”. Me guiña un ojo y con mucho arte y salero me
dice:
“Escucha. Sígueme que tengo una habitación bajo con dos camas y está ocupada por un peregrino alemán. Y ahora le digo que ha
habido un error y que tú habías reservado antes”. Sale a los treinta segundos
de la habitación con un “ea, pues ya está arreglao, niño”.
Entro con cierta precaución al no
saber cómo habría reaccionado el alemán que en un principio iba a dormir solo. Lo
cierto es que la presentación es de traca: “Hola,
me llamo Herman. Perdona que yo seguir durmiendo. Yo tomar en la comida cuatro
servesas grandes y dos gin-tonics”. Pues nada hombre, tú a lo tuyo,
ja,ja,ja. Coincidí con él en la cena y allí ya pasó a los vinos.
Por cierto, que el camarero del
restaurante que me recomendaron en el albergue también tenía su aquél. Arrastraba
tanto los pies como las palabras. Cada vez que alguien le pedía al menú rumiaba
algo así como “tranquilos, tranquilos, cuanta
prisa….”. Llegué el segundo y ya estaba estresado. Y de castigo se le llenó
la terraza, ja,ja,ja.
De lujo como haces recordar los sitios...
ResponderEliminarYa estas tardando en escribir la siguiente
Eres bueno escribiendo Apne.
ResponderEliminarEsperando la siguiente